jueves, 10 de julio de 2008

Geoingeniería y cambio climático

Prometo que no había leído estos posts antes, más bien parece un caso de evolución convergente...el caso es que en el mismo día, en tres blogs se habla de geoingeniería (en éste, en Overcoming Bias, y en Marginal Revolution)...en el mío básicamente por referenciar el artículo de esta semana de soitu.es. En fin, aquí va como siempre la versión sin editar:

El martes tuvimos en Comillas a William Nordhaus, uno de los economistas del cambio climático más conocidos. Y mostró una transparencia con sus propuestas para luchar contra el problema. Algunas como las medidas voluntarias las tachaba como irreales, otras como los impuestos los marcaba como posibles, pero había una en la que ponía una gran interrogación, la geoingeniería. ¿Qué es esto, y por qué hay una interrogación sobre ella?

La geoingeniería consiste en, de manera resumida, alterar el clima a gran escala y de manera deliberada, generalmente en dirección contraria a la que se está produciendo, es decir, conseguir que, a largo plazo, la temperatura global vaya descendiendo (y sin recurrir a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, GEIs). Un símil veraniego es poner una gran sombrilla para quitarnos el sol y estar más a gustito. Hay distintas posibilidades para ello, pero las más conocidas son el fertilizar con hierro los océanos para que absorban más CO2, y colocar partículas en la atmósfera que dispersen la radiación solar.

La idea no es nueva, y de hecho circula entre los científicos desde la erupción del volcán Pinatubo en 1991. La erupción emitió cenizas a la atmósfera, que bloquearon la radiación solar, e hicieron que las temperaturas globales descendieran medio grado al año siguiente. Ello hizo que ya desde entonces, científicos y economistas muy conocidos, como el Nobel Tom Schelling, comenzaran a discutir la idea de utilizar la geoingeniería como alternativa a la reducción de emisiones, o para “comprar” tiempo para desarrollar tecnologías de reducción de emisiones suficientemente baratas. Otro ejemplo es el de Paul Crutzen, premio Nobel de Química, que propuso recientemente una idea para lograr esta reducción de temperaturas mediante la emisión de compuestos de azufre a la alta atmósfera.

Aunque a primera vista parece una locura esto de ponerse a interferir con el clima a escala global, lo cierto es que eso mismo es lo que estamos haciendo con nuestras emisiones de CO2…Y el hecho es que, ante el poco éxito de las políticas de reducción de gases de efecto invernadero, o el lento desarrollo de la implantación masiva de tecnologías bajas en carbono, la idea de tener que acudir a la geoingeniería, que habitualmente se considera como una opción de último recurso, se va haciendo más fuerte. Y eso hace que cada vez más uno tenga que recordar sus inconvenientes.

El utilizar la geoingeniería es al fin y al cabo poner un parche, y no resolver del todo el problema (no soluciona por ejemplo el problema de acidificación de los océanos); elimina totalmente el incentivo a reducir emisiones (esto no sería importante, porque se puede seguir usando indefinidamente) y el consumo energético asociado (esto sí, por la disponibilidad de los recursos); contribuye a reducir la capa de ozono (aunque no de forma significativa); y puede generar lluvia ácida en los polos. El más discutido es que quizá nos sigue haciendo creer que somos capaces de controlar el clima y los ecosistemas, y eso a lo mejor no es cierto…

Pero el mayor problema, aunque parezca paradójico, es que también presenta muchas ventajas: Las fundamentales son que es una medida muy rápida, relativamente barata comparada con las alternativas (sólo unos céntimos de euro por tonelada de CO2 compensada, o, dicho en otros términos, en total 8 mil millones de dólares al año, más o menos un 0.8% del PIB español), y que además es reversible (si luego nos arrepentimos, basta con dejar de lanzar sulfatos a la atmósfera).

Estas mismas ventajas, y especialmente su bajo coste, hacen que el incentivo para utilizarla por parte de un país individual sea muy alto, no hace falta ningún acuerdo multilateral como con la reducción de emisiones. Esto a su vez puede suponer graves consecuencias: un país con suficientes recursos (que como hemos visto no son muy grandes) puede usar la geoingeniería y con ello alterar el clima del resto de los países (recordemos que hay países que se pueden beneficiar del incremento de temperaturas); frente a esto otros países pueden aumentar sus emisiones para compensarlo; además la geoingeniería puede alterar la distribución espacial de las temperaturas, y por tanto generar perjudicados y beneficiados. Otro tema es: ¿cuál sería la temperatura a alcanzar con esta geoingeniería? Como vemos, muchas cuestiones complicadas.

Así que, por curioso que parezca, resulta que, igual que hace falta un tratado para poner de acuerdo a los países en que hay que reducir las emisiones de GEIs, puede que haga falta un tratado para impedir que los países usen la geoingenería de manera individual. Este es el tema de un reciente trabajo de Scott Barrett, en el que plantea las posibilidades de utilizar la geoingeniería como un juego (en el sentido de la teoría de juegos). Barrett concluye que, al final, el problema, como en tantas otras cuestiones relacionadas con el cambio climático, no es sólo tecnológico, sino fundamentalmente de lo que se conoce como “gobernanza global”, es decir, de las instituciones e instrumentos que se disponen para alcanzar los objetivos.

En conclusión: hay que tener cuidado con las soluciones mágicas “tecnológicas”, porque no siempre son tan buenas como parece. Como siempre, una combinación del análisis tecnológico con el análisis económico y con la teoría de la decisión nos puede ayudar a tomar las decisiones más sensatas, y a eliminar algunas de las interrogaciones que se nos plantean sobre las estrategias para enfrentarnos al cambio climático.

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